Durante décadas, las tareas escolares han sido un pilar de la educación tradicional. Para algunos, representan un puente entre el aula y el hogar; para otros, una carga que genera estrés, discusiones familiares y sobrecarga para los niños. En tiempos de cambio educativo, la pregunta resuena con fuerza: ¿deben seguir existiendo las tareas? ¿Y cómo convertirlas en algo realmente significativo?
Muchos padres lo han vivido: llegar cansados del trabajo y tener que sentarse con sus hijos a resolver multiplicaciones, traducir oraciones al inglés o hacer maquetas hasta altas horas de la noche. No es raro que las tareas, en lugar de fomentar el aprendizaje, generen ansiedad, frustración e incluso rechazo hacia la escuela.
Pero eso no significa que debamos eliminarlas por completo. Significa que debemos repensarlas.
Cuando están bien diseñadas, las tareas cumplen funciones muy valiosas:
El problema no es la tarea en sí, sino cómo, cuándo y con qué sentido se plantea.
No se trata de llenar cuadernos. Se trata de proponer actividades breves, interesantes y con sentido real. Una pregunta reflexiva puede enseñar más que 20 ejercicios repetitivos.
Que las tareas sirvan para observar, conversar, investigar en familia. Ejemplo: “¿Qué frutas hay en casa? ¿De dónde vienen? ¿Cuánto pesan?”. Aprender también puede ser ir al mercado con mamá y hacer cuentas en el camino.
Ofrecer tareas abiertas: un dibujo, una canción, una entrevista a los abuelos. Así se respeta la diversidad de estilos de aprendizaje y talentos.
La tarea debe invitar al acompañamiento, no exigir que los padres se conviertan en profesores. La consigna es: “apóyalo, no le hagas la tarea.”
Cuando las tareas se diseñan pensando en el contexto familiar, pueden convertirse en una oportunidad preciosa de conexión entre escuela, casa y comunidad. Escuchar a los abuelos contar una historia, cocinar una receta tradicional, investigar juntos sobre la historia del barrio… todo eso también es educación.
Porque no solo se aprende con libros: se aprende con la vida, con las relaciones, con el ejemplo.
Tal vez lo primero que debemos cambiar es la palabra misma. “Tarea” suena a obligación. ¿Y si empezamos a llamarlas “exploraciones en casa”, “desafíos familiares” o “proyectos para compartir”? A veces, solo con cambiar el enfoque cambia la actitud.
Las tareas no deberían ser un castigo para el estudiante, ni una tortura para los padres, ni un simple trámite para el docente. Deberían ser una extensión amorosa y creativa del aprendizaje.
Porque cuando la educación se vive en familia, el conocimiento se arraiga en lo más profundo. Y lo que se aprende con el corazón, no se olvida nunca.
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